"¡Queremos perro, queremos perro!"
Y vino el perro. Un caniche.
Llegó a casa un día de enero de 1996,
un torbellino negro, una bola de pelo inquieta
que enseguida se hizo dueño de la casa.
Casualidades de la vida, había nacido en septiembre,
el mismo día de mi cumpleaños.
Se convirtió en inseparable para todos,
y yo, que era la única que no quería tener perro,
me convertí en su mascota.
Digo bien, pues era a mi a quien buscaba,
claro, los demás entre el trabajo y el cole,
estaban menos rato que yo en casa.
Fue un perro feliz, bueno, obediente y cariñoso.
Nunca hizo muchas "perrerías".
Seguía cada uno de nuestros quehaceres:
los estudios de las niñas, sentado con ellas y mirando los libros;
hizo footing con su dueño,
corriendo los dos por uno de los lugares más bonitos: los pinares de Liencres;
me acompañó muchas veces a los recados,
me ayudaba a seguir los gráficos de punto de cruz
(más bien se echaba encima de ellos, jejeje).
Bajábamos al patio para jugar con la pelota,
incansable, una y otra vez.
Todo lo que hace un buen perro.
Y así durante muuuuuuchos años.
Últimamente ya estaba pachucho, pues 16 años,
para un perro, son muchos años.
Ya estaba casi ciego, medio sordo, y le dolían los huesos.
Hace poco le operaron para quitarle una infección en la nariz
y unos cuantos dientes
y parece que revivió un poco,
pero ayer se complicó la cosa.
Y se fue.
Me gusta decir que al cielo de los perros,
donde le esperan todos y cada uno de los perrucos
del barrio, que han ido yéndose antes que él.
Jamás pensé que se pasaba tan mal.
Ahora nos toca adaptarnos a su ausencia,
y por amor de dios ¡no quiero más perrucos!
He escrito ésto para hacerle un pequeño homenaje,
y decir que, a pesar de todo, me ha gustado
que formara parte de nuestra vida.
Gracias.